miércoles, 5 de julio de 2017

El combate espiritual de la Iglesia militante

Equipo de Dirección de Fe y Razón

Hasta hace unos 50 años era habitual en la Iglesia Católica decir que el Sacramento de la Confirmación transforma a los confirmados en “soldados de Cristo”. Además se seguía utilizando con frecuencia las metáforas bélicas del lenguaje cristiano tradicional. Recuérdese, por ejemplo, la meditación de “las dos banderas” en los Ejercicios Espirituales: San Ignacio de Loyola imagina el mundo como un campo de batalla en el que se enfrentan, en lucha a muerte, el ejército de Jesucristo y el ejército de Satanás. 

Hoy apenas quedan vestigios de estas cosas en el lenguaje cristiano corriente. ¿Se trata sólo de modas lingüísticas sin importancia? Seguramente no. La vida cristiana es gracia y lucha a la vez. Ante todo gracia, pero también lucha: una lucha espiritual librada por cada cristiano y por toda la Iglesia bajo el influjo de la gracia de Dios. 

No es casualidad que, después del Concilio Vaticano II, cuando tantos católicos “progresistas”, en busca de una mayor cooperación entre la Iglesia y el mundo, pretendieron –y en buena medida lograron– “abatir los bastiones” que defendían a la ciudad de Dios del asedio de sus enemigos, se haya debilitado tanto la lucha ascética como el lenguaje que la describe.

No obstante, el Concilio Vaticano II, en sí mismo, no respalda esa evolución “progresista”. Como prueba, citaremos dos textos de la constitución pastoral Gaudium et SpesToda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándolo interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Juan 12,31), que lo retenía en la esclavitud del pecado.” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes n. 13). 

“A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo. Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: ‘No queráis vivir conforme a este mundo’ (Romanos 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres. A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro.” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes n. 37).


Actualmente muchos católicos parecen haber perdido conciencia de esa “dura batalla contra el poder de las tinieblas”. Varios errores demasiado extendidos, interrelacionados entre sí, lo manifiestan: la pérdida de la conciencia del pecado (sobre todo del pecado como ofensa a Dios), la falta de fe en la existencia del Infierno, la falsa creencia de que todos iremos al Cielo, el anuncio de una misericordia divina tan indiscriminada que no incluye ninguna exigencia de conversión, una tolerancia funesta a los errores doctrinales e incluso a las herejías, el deseo de que la Iglesia abra las puertas de sus sacramentos a todos, independientemente de que cumplan o no la ley de Dios, un generalizado abandono de la apologética, una gran pérdida del impulso misionero, un pacifismo enloquecido que tiende hacia la rendición incondicional, etc. 

Quizás fatigados por una lucha espiritual insuficientemente enraizada en el Espíritu Santo, muchos cristianos están sucumbiendo a otro espíritu, mentiroso y homicida, que nos impulsa a dejar de luchar bajo la bandera de Cristo y a declarar unilateralmente la paz (en todo sentido) a todo el mundo, incluso a los que siguen odiando a Cristo y persiguiendo a los cristianos. Ellos dejan de luchar contra un “mundo” que yace bajo el poder del Maligno (cf. 1 Juan 5,19), pero no por eso ese “mundo” cesa de agredirlos, de atacar a la Iglesia y de hacerle daño; labor tanto más fácil cuanto más se hayan abatido los bastiones defensivos antes mencionados.

En las circunstancias actuales, es urgente que dejemos de lado el “optimismo ideológico” progresista y recuperemos el realismo evangélico.

El Señor nos conceda la gracia de vivir todas sus Bienaventuranzas, incluso la última del Sermón de la Montaña: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de Mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.” (Mateo 5,11-12).  


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